martes, 12 de octubre de 2010

Mucha gente me repite que moverse por Madrid en bici es jugarse la vida. Tienen razón. Lo que no saben es que esa es la mejor parte de todas. No me considero un temerario, pero no puedo explicar por qué razón acelero cuando debería frenar o me cuelo entre coches rozando sus guardabarros con mis rodillas. Esa media hora que tardo en curzarme la ciudad de lado a lado son la mejor parte del día. No es felicidad, es sólo un momento fuera de esa otra realidad. Y me he convertido en un adicto.

Ayer descubrí este video.





Me imagino lo que deben sentir cada uno de estos tipos en ese minuto que dura su viaje hacia la nada, mientras sus cuerpos alados descienden rozando las rocas a doscientos kilómetros por hora. Si tuviera la oportunidad... tan sólo una vez...

Boca en la Tierra.

Vetusta Morla: una canción, un mundo.

jueves, 8 de julio de 2010

Un pequeño susto.

Son las 3 de la tarde de un caluroso día de Mayo, cuando bajo por la Calle General Ricardos. Dos carriles por cada sentido. Hay una excelente visibilidad y circulo por el carril de la derecha. A la altura del número doscientos hay una pequeña curva a la izquierda, y a la derecha se encuentra la entrada al IES Vista Alegre y a otras intituciones.

El prolongado descenso ha dejado clavada la velocidad del cuentakilómetros en 41 desde hace tiempo. De repente, uno de lo coches que subían en sentido contrario por mi izquierda da un volantazo y comienza un brusco giro a mi derecha para entrar al instituto tan sólo un segundo antes de que yo pase con mi bici por ese punto. Es decir, cruza mis dos carriles de lado a lado justo en el preciso instante en que yo me encotraba allí, indefenso. Para ser más exactos, se podría decir que me embiste rotundamente con el coche. En el momento del giro tan sólo puedo ver la parte delantera del automóvil, completamente frente a mí. Instintivamente me tumbo hacia la derecha intentando evitar el golpe frontal contra el parabrisas. La inclinación de la bici logra sacarme del impacto contra el morro y ahora puedo ver el vehículo desplazandose por mi izquierda. En un abrir y cerrar de ojos dejo de verlo y tan pronto como creo haber librado el choque oigo un sonoro golpe en la rueda trasera y pierdo el control de la bici durante un par de segundos, haciendo equilibrio y culeando a la deriva. Finalmente logro detenerme, a escasos 30 metros del accidente. Me bajo de la bici y veo que el coche se ha detenido en la puerta del instituto. El conductor se encuentra dentro del vehículo. Me mira y, sin llegar a bajar la ventanilla (lo que, sin duda, perjudicaría el rendimiento del aire acondicionado aquel caluroso día), se encoje de hombros con un gesto de total indiferencia. -Son cosas que pasan- Imagino que quería decir. Me vuelvo para cerciorame de que mi medio de transporte no ha sufrido ningún daño, y es entonces cuando el conductor, viendo el aburrido panorama y deduciendo que su acometida no había sido tan terrible, decide continuar su camino como si nada, y se adentra con su coche en el recinto. Con los reflejos a flor de piel me da tiempo a apuntar su matrícula (2561GLY).


Me voy de allí con mal sabor de boca. He estado a punto de sufrir un accidente: me he visto volteado en el aire o estampado contra el parabrisas, como un insecto en una carretera secundaria. Y nada de esto, nada, ha sido culpa mía. El colmo es que no he recibido ni una mísera disculpa. Pero tengo que llegar a casa, y continúo el obligado descenso. Apenas un minuto y medio después, cuando me encuentro a la altura de Oporto. Una mujer hace un giro prohibido y cruza su patético coche por delante de mí mirandome directamente a los ojos. Esta vez logro frenar y estallo con un rugido inmenso: ¡GILIPOLLAS!




Accidente similar al que podría haber sufrido yo mismo.
El coche gira a la izquierda (derecha del ciclista) justo en el peor momento.
En este caso al ciclista se le hace imposible evitar el choque
por culpa del vehículo blanco aparcado a su derecha.




martes, 6 de julio de 2010

Día sin bici.

Normalmente prefiero moverme en bici por la ciudad, pero aquel era uno de esos pocos días en que había tenido que coger el metro. El viaje de ida había sido de aquellos para olvidar, aquellos mismos que no se olvidan en toda la vida. Se vuelve imposible respirar ahí abajo, la gente alrededor se cuenta por docenas, y las miradas se pierden en el vacío como gotas de sudor entre la ropa. Uno de aquellos días en que uno echa de menos moverse, asustarse, mojarse e incluso caerse sobre dos ruedas. Ahora tocaba la misma rutina de vuelta. Ya casi había llegado a la boca de metro. Había sido un día duro y mi estómago comenzaba a deborarse a sí mismo, pero no duraría mucho, o eso pensaba yo entonces.

El tramo final de acceso al metro se encontraba plagado de una muchedumbre publicitaria y/o estafadora. Cada uno de estos bárbaros intentaba abordar al transeunte en el momento de mayor debilidad, y yo no iba a ser uno de ellos. Primeramente me escudo detrás de un grupo de colegialas aun excitadas por la vuelta a casa. Algunas se quedan por el camino: la academia de inglés quizá haga negocio con ellas. La estrategia ahora me sitúa a rebufo de una pareja aletargada, me salgo de la aspiración en el momento oportuno y olvido la mirada en el terreno, evitando todo contacto visual con los depredadores, y ya sólo quedan unos metros para poder sufrir, por fin, la agonizante vuelta a casa. Entonces advierto por el rabillo del ojo a una jóven a mi derecha que amenaza con interceptar mi trayectoria. Las glándulas suprarrenales comienzan a segregar adrenalina. Los efectos son instantáneos: el corazón se acelera, la respiración se hace más intensa y se dilatan las pupilas. La decisión es inmediata, hay que cerrar el giro a la izquierda. Aumento la velocidad sin llegar a perder el disimulo, pero el ritmo de acercamiento de la jóven es demasiado alto, asi que acelero aun más. Todo pasa a cámara lenta. El encuentro es inminente y tengo que hacer algo ya. Levanto la mirada para buscar una última salida y provoco irremediablemente el fatídico contacto visual. Espero un mordisco en la yugular que nunca llega. La chica me saluda satisfecha. Le devuelvo un resignado saludo mientras contemplo, con la sutileza que nos caracteriza a los hombres, una carpeta de la cruz roja. -El que no tiene buena cabeza para predecir ha de tener buena espalda para aguantar- Me digo a mi mismo, y comienzo a elaborar un concienzudo plan de escape.

-Estamos realizando una campaña de donación de sangre...- En este momento el cerebro trabaja como nunca, y ya baraja posibles respuestas ante la ya evidente pregunta- ... ¿Te interesaría donar sangre?

- Sí, en realidad ya lo había pensado -contesto hábilmente- Tenía decidido donar la próxima vez que viera el autobús de donación de cruz roja que se sitúa algunas veces en esta calle. - ¡Sí señor! Esa sí que es forma de salir al paso. Además ha quedado muy elegante. Ahora a casa a comer.

-Pero si está ahí mismo...- contesta ella para mi sorpresa. Y, efectivamente, tras la muchedumbre que se agolpa en la boca de metro, puede contemplarse, oculto, el dichoso autobús de la cruz roja. Evidentemente la adrenalina tenía poco o nada que hacer en este caso. Se me hace un nudo en el cerebro y no me queda sino decir, con voz complaciente y cara de tonto:

-Ah vale, ahora dono.

Me muevo con pies de plomo hacia lo que debiera ser mi destino. Con más vergüenza que valentía. A mi izquierda quedan los cobardes viajeros de metro. Benditos cobardes. Entro en el autobús y me hacen rellenar un sencillo test. Me regalan un boli rojo (-Ojalá sea de tinta- pienso). Paso a hablar con la doctora. El primer pinchazo en el dedo índice de la mano izquierda, mientras toman la tensión en el brazo derecho. Tras esto comienza el interrogatorio. Me pregunta si he viajado fuera de España, y qué medicamentos he tomado en la última semana. Además me pregunta sin reparos si he mantenido relaciones sexuales últimamente. -¡Qué curiosa!- me digo para mis adentros. Y le contesto que bueno... que lo que he podido... que últimamente no he tenido mucho tiempo libre... que no. Vamos. Nada de nada.

Cuando la curiosidad médica parece satisfecha, me llevan a la parte donde se encuentran las camillas. Hay algunos valientes donantes que, como yo, han entendido que eso de tener sangre circulando por las venas no es tan importante como parece. Me avisan de que ha quedado una cama libre. Mi organismo vuelve a prepararse para el ataque. Ante el inminente pinchazo la sangre de los brazos asciende astutamente hasta el cerebro, y se produce una gran microembolia de ideas, de esas que, con un poco más de estudios, hubieran acabado en premio Nobel. Grito:

-Yo no he desayunado.

Las enfermeras reaccionan. Me hacen ver que no me va a pasar nada por no haber desayunado. Realmente quieren chuparme la sangre, y yo no puedo hacer nada para evitarlo. Entonces ocurre lo imposible. La doctora (la curiosa) ha escuchado casualmente la conversación, y apoya mi razonamiento. Me hago fuerte y apelo a un bocata o algo, con el sólido argumento de "a mí me han dicho que..." Las resignadas enfermeras me instan a que me baje de la camilla, y coja algo de la nevera. 1-1 y nos vamos a la prórroga. El ansiado bocadillo resulta ser un batido con dos bolsas de galletas que procuro racionalizar en la medida de lo posible. Cuando aun no me he tomado las galletas me preguntan si ya he acabado. Me resisto a admitir mi derrota pero la situación me supera, y respondo con un simple sí. Guardo las galletas y me tumbo en la camilla. Insisto en la impresión que le causan a mi pobre mente las agujas. Me da un consejo de los que no se olvidan nunca: "El mejor truco para no ver, es no mirar". Río, y me clava la aguja. Diez minutos después he perdido una pequeña parte de mi sangre, y una gran parte de mi espíritu. Entro en el metro y me siento en el suelo del vagón desfallecido. Mientras me como las migas sobrantes de la bolsa de galletas me pregunto por qué no me habré movido hoy en bici...

Alegría entre tus piernas.

Finales de mes. Las lluvias de toda la semana han degenerado en un puñado de nubes secas, que no pueden ya frenar los cálidos rayos de sol de la primavera. Ha sido un año bastante triste (demasiados días grises para estas fechas...) pero hoy es diferente. Ese haz de luz ha secado la amargura y ha hecho brotar la alegría. Entonces ocurre el milagro. Cientos de ciclistas, miles de ruedas y algunas decenas de locos de los patines confluyen en cibeles a las ocho de la tarde. Pijos, perroflautas, cajafrutas, jinchos en chandal, hombres de negocios de traje y corbata... todo tipo de gente, en todo tipo de bicicletas, comienzan a pedalear juntos por esta jungla, al son de una música realmente hortera. Es la Masa Crítica Madrileña.

Conocida como bicicrítica por aquellos que adoran retozar con la lengua de Cervantes
, el término original, Critical Mass, hace referencia a un fenómeno dado en las intersecciones sin semáforos de China, en las cuales los ciclistas se van acumulando hasta llegar a una masa de ciclistas tal que les permite cruzar sin peligro de ser arrollados por el tráfico.

Lo que comenzó como un grito ciclista desesperado ante las injusticias sufridas en la calzada en San Francisco en 1992, se hizo tan fuerte que pronto se oyó en todo el mundo. Así, en Madrid lleva retumbando todos los últimos jueves de mes desde hace más de cinco años, y parece ser que va para largo.